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Fr. Lino Dolan Kelly, O.P.

La tercera Bienaventuranza

BIENAVENTURADOS LOS AFLIGIDOS

 

PORQUE ELLOS SERAN CONSOLADOS

 

Los que lloran, reirán, dice San Lucas; los que son tristes, serán consolados, dice San Mateto. Sin duda, es esta bienaventuranza la que menos diferencia presenta entre ambos evangelistas.

Sin embargo, es importante notar que para San Lucas, no es el simplemente llorar que es motivo de la bienaventuranza o el simplemente reir que produce la maldición. Se ha de interpretar a San Lucas en el contexto de todo su Evangelio y en el contexto de toda la revelación que crece y se clarifica desde Génesis hasta el Apócolipsis.

En San Lucas, los verbos usados para «llorar» (Klaio) y «reir» (guelao), adquieren un significado teológico como en otros lugares del NT (Lc 23, 28; Sant. 4, 9; 5, 1; Ap. 18, 9 - 20). En estos textos, se contraponen las lágrimas y las risas. La risa es una actitud que expresa la seguridad humana sin su apoyo en Dios.

 

Naturalmente, no toda risa tiene una conotación desfavorable. Hay una risa que nace de la alegría sobrenatural, de la conciencia tranquila, de la paz con Dios y los hermanos, de la confianza en la divina providencia.

En el AT, aunque sin el rigor y precisión de San Lucas, aparecen ya perfilados los rasgos de esta bienaventuranza (Ecl 4, 1). También vemos como la tristeza y llanto se convierten en júbilo (Sal 126, 5-6). Parece superfluo repetir que no todo llanto, por el hecho de serlo, es motivo de la bienaventuranza. Es manifiesto que San Lucas, al anunciarla, tenía ante todo presentes a quienes padecen miseria, a los que lloran las consecuencias de su situación, a los desheredados del mundo, ligando la bienaventuranza a una situación social específica. Esta es, sin duda, la intención principal del evangelista, pero no excluye, sino que supone, por el contrario, otros estilos de llorar cristianos: lágrimas de penitencia, lágrimas de caridad, lágrimas cualesquiera que sean de cara a Dios, camino hacia el Padre, como las del hijo pródigo.

Este llanto del pobre, llanto cristiano, se convirtirá en júbilo y alegría. Alegría que nace de la esperanza y coexiste con el llanto. La alegría cristiana es compatible con las cruces y tribulaciones de la vida (2 Cor 7,4) y ella es el culmen de todos los sufrimientos (Jn 16,20).

 

San Mateo pone la énfasis sobre la tristeza más que su signo exterior, que es el llanto. La palabra que se utiliza en la traducción griega (penzuntes) significa afligirse, lamentarse, llorar; es una traducción del hebreo abal y se usa en manifestaciones del dolor al perder un ser querido.

El penzeuntes griego parece ser la versión del hebreo aniyyim, que significa aproxamadamente como anawim, pero acentuando la idea de aflicción. Mateo refiere a aquellos que llevan su aflicción en su corazón y ponen su confianza en Dios. No es sólo una promesa de consolación sino un imperativo ético. Se trata de una actitud activa que se atribuye no a los afligidos sino a los que se afligen.

 

Como el llanto de San Lucas es consecuencia de dolor, de la necesidad física, de la pobreza, del hambre y la sed de justicia, así la tristeza de San Mateo es un aspecto del hambre y sed de justicia: dolor del pecado, enemigo de Dios, vacío del hombre decepcionado por la nada de las criaturas; tristeza, también, por la resistencia que el mundo se opone a la gracia, al Reino y a la justicia de Dios. La tristeza causada por el espectáculo del mundo, forma parte también de la condición del discípulo, según esta bienaventuranza de San Mateo.

La aflicción es la actitud normal del hombre piadoso, mientras dure el mundo presente. Sufre al ver como el mal domina en el mundo y espera que Dios reine (Sal 137; Mt. 9, 15).

 

El sentido de esta bienaventuranza, la exégesis más valiosa, está expresada en la experienca de Pablo después de haberla vivido:

«La ligera aflición presente produce en nosotros en gran medida una eterna plenitud de gloria, a condición que no nos fijemos en las cosas visibles, sino en las que no se ven; pues, las visibles son pasajeras (1 Cor 7, 31), las que no se ven son eternas» (2 Cor 4, 17).

Vean: Flp 1, 23-24; 3, 20; Col 1, 24)
 

Jesucristo proclama bienaventurados a los que son conscientes de que viven en el destierro, lejos de Dios y de la tierra prometida, a los que tienen llanto en el alma y sufren en su carne la tiranía del pecado propio y el de los hermanos.

Bianaventurados los afligidos y los que lloran, es decir, los que en medio de una vida envuelta en cruces, llena de problemas y dificultades, saben mantenerse serenos, sin abrumarse con quejas y lamentos y ponen su confianza en el Señor.

 

Mateo, al hablar de los afligidos, lo que se afligen, se pone en una linea más profética (Is 61, 1 -3) y se refiere a los que tienen ciertas disposiciones de corazón según el ideal evangélico. En esta bianaventuranza, parece oponer la antítesis entre el mundo presente y el venidero

El Dios de Jesucristo es un Dios de justicia y no soporta que los hombres vivan en tristeza, en el abandono y la miseria, como consecuencia de las injusticias humanas. Cuando venga su Reino, Él derribará a los potentes de sus tronos y elevará a los humildes, a los anawim (Lc 1, 52).

 

Las bienaventruanzas, así entendidas, contienen una llamada urgente para todos los que quieren ser discípulos de Jesucristo y llevan el nombre de cristianos. Jesús nos conjura a que consolemos las tristezas de los pobres y transformemos en alegría la miseria de los hambrientos, compartiendo nuestros bienes, preocupándonos de la suerte de los pobres. Obrando así, realizamos, en el mundo de hoy, la predilección de Jesús por los desdichados.

La experiencia humana nos enseña que, en general, donde hay penas, hay también consuelo. El cristiano, como ningún otro hombre de la tierra, es sujeto de la primera parte de esta bienaventuranza, a cuasa del mal que impera en el mundo, pero él se siente confortado en su vida por el Dios Consolador (2 Cor 1, 3 - 7) El dolor, la tristeza por los pecados, aunque no sea el sentido exclusivo de esta bienaventuranza, entra de lleno en ella.

Dios permite que suframos pruebas y aflicciones. La aflicción nos purifica, nos cincela, nos hermosea y nos hace aptos para ocupar un lugar en su Reino. Además, el padecer sufrimiento y aflicción, nos prepara para ejercer el oficio de consolador. La carta a los Hebreos dice esto del mismo Jesús (2, 18). Es por Él que seremos consolados en nuestra aflicción.

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